La Hija del Otoño sin Neblinas


La hija del otoño anhela aquel día que alcanzó a saborear, a olfatear, a vivir, a desnudar de viejos significados y vestir con otros nuevos. Ahuyenta las nubes que le ensombrecen el alma, pero por ahora, todo lo que puede hacer es dejar pasar algún que otro rayo, solo uno, como un visitante descalzo en un salón estéril, donde el paciente lucha por atrapar un día más. Lo atrapa por un borde de la falda floreada, como de gitana, pero la seda se le escurre, traviesa, entre los dedos de uñas increíblemente largas. Suspira y se resigna, pero los días siguen pasando junto a su lecho. Hasta que también ellos se aburran de este juego sin competidor digno. Paso, paso, paso, paso... Se arrastra, inseguro, el rayito de sol. Nació distinto, cojea. Nunca tendrá la fuerza de sus hermanos y hermanas, pero tiene visión... 

Hace como que no oye la voz de la muerte inútil y clava su pequeña luz juguetona sobre los dedos cadavéricos, de uñas increíbles. El día entra sin ser detenido, con la arrogancia midiendo sus horas. Las brumas le han otorgado fuerza y valentía. Sacude su falda de gitana descarada junto al lecho del enfermo de no-vida. Se queda inmóvil cuando la uña del dedo índice —esa uña larga que tanto despreció— le desgarra la seda, dejando espacio al rayo cojo para agitar el alma como si fueran alas perfectamente extendidas, listas para enfrentarse al cielo en una victoria largamente esperada. Un aroma de ámbar especiado acaricia el aire, que se infla feliz y llena los pulmones, latiendo en ellos instante tras instante tras instante...

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