Podría ser una canción de Animal Collective cuando los domingos a las ocho y treinta de la mañana uno despierta y la tierra trajina como nunca. Parece más suave, más intenso, más susceptible ese despertar desasosegado entre caníbales y resplandecientes sonidos de ciudad deseante. San Marcos algo más volátil, algo muerta. Las balas al norte y a la izquierda de la cama la iglesia evangélica, las campanadas de la catedral puesta en ruinas, el predicador ambulante, carrito de helados, los bebés dilatados, la oración de la dueña de la casa donde vivo (por el hijo alcohólico, por el inquilino ateo), escuela bíblica, juventud despertando en la calle de su orfandad de noche de parranda. Yo también estoy extraño. Hay algo verde en la puerta. El té de la mañana de un día domingo siempre parece un té para uno. Mamá llama desde el otro lado del país y pregunta cómo van las cosas conmigo. Siempre sabe que algo falla, pero no encuentra qué está mal en mí además de todo.
El auto que anoche estaba estacionado frente a la puerta de la casa amanece sin vidrios, sin radio, sin sillones, sin llantas. El dueño amanece si paz. No soy el dueño; una niña pasa semidesnuda en abajo en la calle y murmura algo como escrito por Shakespeare. Halar una silla y esperar el mediodía es como escuchar una y otra vez esa canción de Café Tacvba que nos ponía tristes. O luminosos. No recuerdo: mañana te veré. Mañana no te veré. Mañana me iré para no volver de esta ciudad. Mañana no ocurrirá nada. Mañana ocurrirá. ¿A qué juego cuando pienso estas cosas? Me siento un Elías Canneti hambriento y mucho menos culto contemplando la vergüenza de una eternidad que espera el instante de irse. Aquellas tres palabras extrañas de Zsymborska se multiplican todos los domingos en que iglesias, bebés, carritos de helados, paseos familiares y la orfandad generalizada parecieran fundirse en un enorme monstruo creado dentro de la cabeza de David Cronenberg.